Jorge Merizalde, un compañero de travesuras juveniles me llamó a las cuatro y veinticinco de la tarde de un catorce de enero de mil novecientos ochenta y dos para invitarme a la función vespertina en el Teatro Reina Plaza, que era una de las salas de cine de moda por aquella época en Bogotá, cuando ir a ver cine en la pantalla grande, en gratas compañías, era uno de los programas favoritos de todo los humanos.
Su llamada fue tan corta que no alcancé a preguntarle por el nombre de la película que veríamos, pero tratándose de Jorge y de su reconocida pasión por el séptimo arte no dudé que sería una buena cinta; además estábamos en los tiempos en que se avecinaba la entrega anual de los premios de la academia y las principales salas de la ciudad estaban atestadas de publico viendo las películas nominadas; así que me dispuse a cumplirle la invitación a mi gran amigo Jorge con la convicción de que iba a ser una tarde muy divertida.
Recuerdo muy bien que ese día no llovió y el sol aunque tímido se asomó todo el día, lo que invitaba a salir de casa, además era sábado; lo que no me emocionaba era la cantidad de gente que quizás estaba haciendo cola para entrar a ver la película; no me equivoqué, cuando llegué al teatro en el emblemático sector de Chapinero no cabía una alma más en los andenes de la calle, ni en la entrada del renombrado teatro; era tanto el tumulto que no alcanzaba a ver ni siquiera los carteles que anunciaban la película.
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