Odio el once de septiembre por que está acabando con mi familia, y quiere también acabar con mi vida; y aunque aun sigo viva de milagro, no existe en mi cuerpo ninguna secuela tangible que demuestre haber estado bajo el flagelo aterrador del colapso de las torres gemelas.
No tengo heridas sin sanar, ni cicatrices que desfiguren alguna parte de mi cuerpo, ni accesorios metálicos que completen mi estructura ósea, ni injertos sacados de la piel de las nalgas que taponen mis mejillas, o que rellenen huecos dejados por zonas de piel inexistentes.
Tampoco, como ustedes pueden apreciar, camino coja o dando tumbos, como balanceándome sacudida por las ráfagas de guerra que precedieron al apocalíptico desplome; jamás, en el instante horrible de la tragedia, tuve que salir corriendo, para huir de las esquirlas de la muerte que arreciaban a la multitud en desbandada. Obviamente, ninguna de ellas me alcanzó siquiera con un leve roce; mi nariz nunca fue invadida por la polvareda, que convirtió por mucho rato en una bóveda virtual a la ciudad de mis sueños lejanos; ni tampoco mis oídos ensordecieron ante la retumbada violenta del desplome catastrófico.
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